Todo está previsto antes de que embarquemos en una cala perdida al sur de Sicilia. Al menos sobre el papel. La cita este viernes sin luna de julio es en la bahía de Verdura. Trepamos al Eilean. Parecía más grande en foto. Nos descalzamos. Se mece dulcemente. Cenamos espaguetis con marisco en el salón forrado de caoba decorado con un par de viejos retratos del velero en blanco y negro.

cmefoto31a

Una travesía entre Sicilia y Barcelona a bordo de un barco de leyenda

EL PAIS, 31 Jul. (Madrid).- En el de 1939 se distingue a los marineros de blanco y con chaqueta. En el de 1970, con Lacoste y melena. Los de ahora, fornidos como atletas de triatlón, llevan idénticas camisetas y bermudas de diseño italiano. Zarpamos. Tenemos Internet a bordo, radar, anemómetro, localizador por satélite, montones de cartas de navegación y una extensa bibliografía de libros escritos por marinos que cruzaron antes que nosotros estas aguas; sabemos descifrar el lenguaje de las nubes y la luna; contamos con el control de la profundidad, la precisión del barómetro, el análisis de navegar cerca o lejos de tierra, el puntual pronóstico meteorológico y la experiencia de la tripulación, que ha recorrido miles de millas por todos los mares. Pero a la hora de la verdad, como sentencia el capitán, Andrew Cully, de 36 años, con su inglés de clase alta, “el viento es el rey”. “Una vez que subes a un velero estás sujeto al azar. Arrojas los dados. El viento intenta llevarte por donde quiere y tú debes domarlo. En eso se resume este oficio. Y esa realidad hace que, por encima de la tecnología, tengamos algo de griegos o fenicios. Navegar siempre es una aventura. Pasará lo que tenga que pasar. La gran virtud del navegante es la paciencia”.

Todo estaba previsto. En teoría. Porque 24 horas después de zarpar, siguiendo la infinita costa de Sicilia, nada más dejar atrás Marsala y surcar las islas de Favignana, Marettimo y Levanzo para internarnos en mar abierto, con Túnez en el horizonte y Cerdeña a 200 millas, el viento comienza a soplar en contra. “De todos los puntos de donde podría venir, lo hace del peor. Es la ley de Murphy de la mar”, explica Stefano D’Oria, de 34 años, cocinero, marinero e italiano de Turín. Es sábado. Estamos obligados a llegar a Barcelona el martes, donde el Eilean competirá en una regata de barcos de época. Allí estarán los grandes del vintage náutico. Veleros míticos botados antes de 1950. Desde el Manitou de JFK hasta el Creole, en su tiempo de Niarchos y ahora de los Gucci, donde pasaron su viaje de novios, en 1962, los príncipes Juan Carlos y Sofía; el Moombeam IV, en el que pasearon su amor Rainiero y Grace Kelly; el imbatible Mariette, de 1915, o el Mariquita, de 1911, propiedad de los armadores griegos Livanos. Todos han sido restaurados con un esfuerzo combinado de arqueología industrial, ingeniería genética, artesanía y alta costura. Sus aparejos son originales o una réplica perfecta. Su precio supera en algunos casos los 10 millones de euros. El Eilean es un miembro distinguido de ese club de no más de 500 barcos. Es de los últimos que han regresado de la tumba. Y no puede faltar al encuentro.

Los tripulantes del velero no hablan de miedo, sino de adrenalina

A bordo, los cuatro miembros de la tripulación (Andy Cully, Stefano D’Oria, Stefano Valente y Gaja Zanobini) y dos periodistas. Por delante, más de 600 millas; 150 diarias. El tiempo se ha conjurado para evitarlo. Una retahíla de pequeñas, desor­­denadas y machaconas olas del Mediterráneo, que cambian continuamente de ritmo y dirección, golpean nuestro casco sin piedad. Son el resto de una marejada. Oleadas de agua pulverizada barren la bella cubierta de madera de teca: dura, oleosa, elástica e incorruptible. El agua salada es su mejor tratamiento de belleza. El velero, un ketch bermudiano, construido en 1936, de 22 metros de eslora y 4,5 de manga, y con dos mástiles de 18 y 28 metros, hunde su proa en el mar con estruendo, cabecea, rebota de proa a popa y vuelta a empezar. Su casco, brillante, esbelto y aerodinámico, parece surfear sobre la cresta de las olas. Navegamos en zigzag para conseguir un ángulo óptimo de las velas respecto al viento. La maniobra consiste en avanzar en una dirección para, a continuación, cambiar la posición de las velas y virar en un ángulo de 90 grados. Y así sucesivamente. Lo que supone que, en algunos momentos, nos desplacemos en el sentido contrario al de nuestro destino. Un paso adelante y dos atrás. Un ejercicio agotador para la tripulación, que no cesa de reorientar las velas con un enjambre de cabos que maneja a fuerza de músculos con poleas y cabrestantes. Manejar la manivela de los winch unos pocos minutos equivale a 30 de gimnasio. Así vamos a estar 17 horas.

A la hora de la comida, risotto con setas servido en un tazón en cubierta. “Navegar tantas horas con el viento en contra es lo más duro y pesado que le puede pasar a un marino”, me explica Stefano Valente, de 44 años, mecánico del barco. “Haces el doble de distancia, a la mitad de velocidad y con un tercio de la comodidad”.

El Eilean se escora en un ángulo de casi 45 grados sobre la superficie del mar. Navegamos de costado. Ciñendo. Imposible mantenerse en pie. La cubierta se transforma en un tobogán por el que los tripulantes se deslizan con maestría. Nunca hablan de miedo, sino de adrenalina. El recién llegado tiene que agarrarse a lo primero que encuentra. A las viejas piezas de bronce y latón. A los cabos, cables y poleas. Al mástil de 800 kilos. El equilibrio no existe. Caer al mar es más que posible. Y no llevamos chaleco. El extremo de la cubierta, limitada por una mínima barandilla de un palmo barnizada como un espejo, roza la superficie del Mediterráneo. El agua la rebasa. Todo cruje: los 300 metros cuadrados de velas; las 45 cuadernas (las costillas del casco del velero); las jarcias y vergas. Para el novato es un purgatorio permanecer en el interior del barco, en el camarote de dos metros cuadrados con dos pequeñas literas empotradas y un armario. El estómago sube y baja al compás de las olas. Si no tuvieras una red de seguridad en torno a la cama, rodarías en segundos. Alcanzar el retrete es una heroicidad.

Entre 1890 y 1940, los millonarios se rifaron los veleros de Astilleros Fife

En mitad de ese carrusel, el chef, Stefano D’Oria (apodado Chéfano), de 34 años, prepara los solomillos con patatas de nuestra cena en la diminuta cocina. El capitán me confía que nunca ha escuchado una queja de su boca: “Nunca falla. Sea cual sea el estado del mar, prepara la comida y la cena sin rechistar. Por ejemplo, durante los 23 días que duró nuestra travesía del Atlántico, entre marzo y abril de 2012”. Stefano, que empezó a navegar a los 20 años, cuando trabajaba de camarero entre Ibiza y Formentera, y pasa la mitad del año en las islas menores del Caribe como marinero de fortuna, lo confirma: “Cocinar me relaja y me entretiene. A bordo hay un lado técnico, que es navegar. Pura precisión y ejercicio físico (así no echas barriga). Pero además cocinar me permite desarrollar mi parte creativa. Y no darle vueltas a la cabeza. Sin mis cazuelas, no sé qué haría con tantos tiempos muertos”.

No hay demasiados. A bordo no se pierde un segundo. Siempre hay algo que ordenar, limpiar, reparar, bruñir. Durante el día, los tripulantes se reparten (en equipos de dos) en turnos de guardia de cuatro horas. Por la noche, las guardias duran una hora menos. La que va de las dos a las cinco de la madrugada se hace cuesta arriba. Bajo la luz de las estrellas, con un café como alquitrán en la mano y su silueta de surfero californiano recortada contra la línea del horizonte, Andy Cully, marinero desde los 5 años, profesional desde los 20, skipper del Eilean desde finales de 2009, casado y con dos hijas, con toda su carrera desarrollada en yates clásicos entre Mallorca, Birmania e Italia, nos habla de su experiencia de cuatro años comandando el Eilean: “Este barco es distinto; tiene alma; está vivo, porque alberga la memoria de los que han navegado en él durante 80 años. Almacena en un espacio muy reducido las penas y alegrías de los que lo poseyeron. Es como un cuadro, que cuenta los avatares de sus dueños. Ser capitán de este velero supone entrar a formar parte de su leyenda. Es sinónimo de libertad”.

Entre los fantasmas del Eilean están en primera fila los hermanos James y Robert Fulton, industriales de éxito, que lo encargaron a mediados de 1936 a los Astilleros Fife, perdidos en Fairlie, un villorrio clavado en el fiordo de Clyde, en la costa occidental de Escocia. De aquella factoría con siglo y medio de tradición y la genialidad como diseñador de yates de William Fife III saldrían los veleros más rápidos, bellos y prestigiosos de la historia. Estructura metálica y cubierta de teca. Dragones chinos labrados a cada lado de la proa como marca de fábrica. Droga dura para un adicto a la vela. Se los rifaron los aristócratas y millonarios de la revolución industrial. Para entender la maestría de William Fife, su repercusión y herencia, la comparación con Enzo Ferrari puede ser una buena referencia. No más de un millar de veleros salieron de sus gradas entre 1890 y 1940. Sobrevive un centenar. Al comenzar la II Guerra Mundial, en septiembre de 1939, Fife, que contaba 83 años y no había tenido hijos, suspendió la producción. Moriría en 1944. El astillero, en manos de un sobrino, no iba a sobrevivir. Sus instalaciones se convertirían en una base de desarrollo de armas secretas de la Royal Navy. Durante la guerra morirían en acto de servicio los hermanos Fulton. Apenas disfrutaron dos años de su velero. “Tras la guerra, estos barcos dejaron de estar de moda”, explica Cully. “Eran grandes para regatear, caros de mantener y no demasiado cómodos para las grandes travesías. Los nuevos ricos preferían otro tipo de barcos, más pequeños para competir y más modernos y ostentosos para navegar”. Y los barcos de William Fife, y sus grandes rivales a ambos lados del Atlántico (nombres míticos de los que salieron los clásicos, por ejemplo, de la Copa América), Herreshoff, Watson, Nicholson y Stephens, pasaron al olvido. Algunos fueron desguazados durante la guerra; otros, dedicados al alquiler en el Mediterráneo y el Caribe, y algunos se emplearon como humildes viviendas flotantes al finalizar la contienda. Muchos desaparecieron sin dejar rastro.

Ser capitán de este velero supone formar parte de su leyenda”

Stefano Valente encadena esta madrugada un cigarrillo tras otro escudado en su iPod. Es toscano, sólido como un tenista de la ATP y antiguo marino de guerra de la Armada italiana, donde obtuvo el título de mecánico. Cuando se licenció, estudió y trabajó como aparejador. “Hasta que decidí que echaba de menos el mar, que no aguantaba estar en una oficina; quería ser libre y seguí mi vocación. En abril de 2010 me ficharon para el Eilean”. Valente es el encargado de solucionar sobre la marcha cualquier incidencia mecánica del barco; desde una avería en los motores o la desaladora hasta los equipos eléctricos, de radio o sanitario. “Mi herramienta es el sentido común; analizar la situación y sacar rápidamente una conclusión de lo que puede haber pasado. Y actuar. No hay tiempo para más”. Impávido, Valente solo parece emocionarse cuando su hijo pequeño le manda este mensaje por mail desde su hogar en Viareggio, donde el barco tiene su base: “¿Cuándo vuelves, papá?”.

Arroz con calabaza y queso fresco. Divisamos las islas del Toro y la Vaca, dos pequeños peñones volcánicos; ascendemos la costa oeste de Cerdeña. El tiempo continúa revuelto. Lo mejor es permanecer tumbado en la cubierta de popa. Tiempo de lectura. El Eilean atesora en su biblioteca algunos textos interesantes sobre la historia de los wizard (hechiceros) de la vela clásica. Escarbando entre ellos, uno se entera de que la fiebre de las regatas llegó a España a comienzos del siglo XX de la mano de Alfonso XIII, que encargó en 1909 a William Fife un velero de madera de 30 metros de eslora, copia exacta de otro barco que Fife había realizado en 1908 dentro de la categoría 15 metros internacional, el Mariska (que aún navega). El Rey bautizaría a su velero Hispania y pagaría por él 100.000 pesetas. Fue el último barco que divisó al Titanic, el 10 de abril de 1912, al comienzo de su travesía inaugural, en aguas de la isla de Wight. Cuatro días más tarde, el gigante se iba a pique.

En 1909, uno de los mejores amigos del Monarca (aunque su declarado rival en pompa, sofisticación y como cazador en África), Luis Fernández de Córdoba, XVII duque de Medinaceli, encargaba a William Fife un modelo gemelo al del Rey. Lo bautizaría Tuiga (jirafa en suajili). Con él competiría a su lado en las regatas de Cowes, San Sebastián y el Mediterráneo. Las crónicas cuentan que siempre dejó ganar al Monarca. El nombre de Alfonso XIII estuvo también relacionado con otro barco de Fife, el Tonino, construido en 1911. A estos barcos míticos se les perdería la pista tras la II Guerra Mundial y serían rescatados en penosas condiciones en la década de los noventa. El Tuiga es hoy el barco de Alberto de Mónaco, y el Hispania, declarado bien de interés cultural, pertenece a la Fundación Isla Ebusitana. Hay un cuarto velero gemelo al Hispania, el Tuiga y el Mariska que aún navega y compite, el Lady Anne, restaurado a comienzos de 2000 y propiedad del banquero Jaime Botín, que también posee el Adix, una réplica perfecta de un barco de época, de 64 metros de eslora, y que tiene el récord de la travesía a vela entre Estados Unidos y Reino Unido.

Otro barco emblemático de Fife unido a España es el Madrigal, propiedad de un arquitecto y construido en 1938. Sin embargo, carece de la leyenda del Altair, de 1931, el velero más grande diseñado por los astilleros de William Fairlie y durante 40 años propiedad del industrial textil catalán Miguel Sans Mora. Ese barco llegaría a ser posteriormente, en los años noventa, propiedad del financiero Alberto Cortina. El rival de Sans Mora en las primeras regatas después de la guerra sería el Orion, del también empresario textil Manuel Bertrand, diseñado en 1910 por el eterno rival de William Fife, Charles E. Nicholson.

Con la bahía de Oristano a la vista, virando hacia el oeste, la ruta se transforma en una perfecta línea recta de 300 millas desde la costa sarda hasta Barcelona. Disfrutamos durante siete horas de buen viento. Es el momento más excitante del viaje. Velocidad y ni un ruido, solo el murmullo del aire y el mar. Stefano Valente ata su caña de pescar a un extremo del barco y arroja el anzuelo. Refulgen los saltos de los peces espada. Cenamos arroz germinado con pisto antes de que caiga el sol como una sanguina sobre el Mediterráneo. Hablo con Andy Cully sobre los propietarios que tuvo el Eilean después de la guerra. De media docena, nos quedamos con dos. El primero, entre 1964 y 1968, Hartley Shawcross, un político laborista que ha pasado a la historia por haber sido el fiscal británico en el juicio de Núremberg. En su discurso de apertura de la vista, lord Shawcross definió cómo debía desarrollarse el proceso contra los jerarcas del nazismo: no podía ser de modo alguno un elemento de venganza, sino una ocasión de administrar con justicia las reglas del derecho internacional.

Alfonso XIII encargó en 1909 a Fife un velero de 30 metros, el ‘Hispania’

El segundo propietario que nos interesa vive, se llama John Shearer y es un peculiar septuagenario. En 1974 era un arquitecto anglo-keniata, alto, melenudo, vividor y amante del mar, que se hizo con el Eilean con el objetivo de vivir a bordo y alquilarlo a los ricos turistas de la caribeña isla de Antigua. Hizo del velero su casa y su trabajo. Como lord Shawcross, era un tipo guapo y de buena familia, pero Shearer era además un hippy; un navegante intrépido que cruzó el Atlántico (alguna vez en solitario) 36 veces, hasta que, en 1984, el velero se estrelló con un ferri en aguas de Gibraltar y el barco inició su imparable decadencia. Shearer aún tuvo fuerzas para navegar con él una última vez a través del Atlántico, hasta el English Harbour de Antigua, y amarrar el Eilean entre los manglares esperando tiempos mejores. No llegaron. Nunca consiguió el dinero suficiente para repararlo. Los mástiles tenían termitas; el casco, vías de agua, y la cubierta se estaba pudriendo. Sin embargo, la estructura del barco y su forma original se salvaron. Los barcos de Fife eran duros de roer. Había que poner sobre la mesa tres millones de euros para resucitarlo. Y nadie los tenía.

Angelo Bonati es un peculiar empresario italiano cuya existencia oscila entre la presidencia de una firma de relojes de lujo, Panerai (perteneciente al Grupo Richemont, el tercer holding del lujo mundial), y la pasión por el mar. El 13 de abril de 2006 se topó en Antigua con el moribundo ­Eilean. Se dio cuenta en el acto de que estaba ante un hijo pródigo de William Fife. Lo compró. Su sueño era dedicarlo a embajador flotante de la firma. En febrero de 2007, el velero era introducido en un contenedor con destino a Italia. Unas semanas más tarde llegaba al astillero de Francesco Del Carlo, en Viareggio, a una hora de Florencia. Treinta meses más tarde era relanzado al mar. Tal como William Fife lo había traído al mundo 70 años antes.

Ni un barco en el horizonte. El viento se cae a 100 millas de Menorca. Entran en funcionamiento los motores. Es como tener un helicóptero en la cabeza. Empiezan las horas de tedio. No corre la mínima brisa. Las velas se desploman. Hay poco que hacer. Andy se sumerge en la Enciclopedia Oxford de Náutica. Chéfano cocina y congela. Stefano alterna la caña y el saxo. Y Gaja, una romana de 32 años, marinera desde adolescente, antigua estudiante de Derecho y en el negocio del mar desde hace cuatro años, saca brillo a la bitácora de latón que encierra la vieja brújula hasta que lanza destellos mientras baila inmersa en su iPod. Almorzamos macarrones con tomate y ensalada. Pica un atún de 15 kilos en cuya captura colabora con regocijo toda la tripulación. Andy lo limpia sobre la cubierta, que se tiñe de sangre. Lo cenaremos esta noche con salsa de jengibre.

En 1984, el ‘Eilean’ se estrelló con un ferri e inició su decadencia

Mientras lo despieza con la destreza de un maestro del sushi, hablamos de la nueva era de los yates clásicos; de la fiebre inopinada que se inició a mediados de los ochenta, cuando Albert Obrist, un millonario suizo, coleccionista de coches Ferrari y empresario de energías renovables, creó un astillero en Inglaterra, cerca de Southampton, junto al río Hamble, especializado en restaurar los viejos barcos de William Fife III, al que puso por nombre Fairlie Restorations, en honor de la aldea natal de los Fife. El primero que pasaría por su cura de belleza sería el Altair, en 1987, seguido por el Tuiga, Madrigal, Hispania y Lady Anne. A partir de ese momento, los ricos muy ricos del planeta ya no querían un barco moderno. Querían un clásico. Los Fife habían regresado. William Fife volvía a cabalgar medio siglo después de haber muerto.

Última comida a bordo. Pollo con curri. Y la primera cerveza de la travesía. Martes 16 de julio. Los tripulantes se han afeitado. Gaja toma el sol. Están nerviosos. Olfatean la tierra. Se consumen los cigarrillos. Las últimas horas de travesía se hacen eternas. Andy y Stefano lijan y barnizan. Divisamos el chorro y el lomo gris de una ballena. A 40 millas se empieza a distinguir la costa de Girona. A 20, con prismáticos, el perfil de Barcelona, coronado por la torre de Collserola y el Tibidabo. Cuando enfilamos el puerto, tras cuatro largos días lejos de la civilización, envuelto en una atmósfera de bochorno y humedad, todo tiene un tono irreal. Los turistas fotografían esta joya de William Fife. Los tripulantes sacan pecho. La despedida es rápida. Solo le deseo al capitán que se cumpla el apunte que hizo en el cuaderno de bitácora del Eilean el 23 de octubre de 2010, durante su primera travesía: “En esta primera singladura nos acompañan los delfines, que, como manda la tradición, bendicen a todos los que naveguen en este barco con buenos vientos y mares en calma en los años venideros”. Así sea.

Be Sociable, Share!